La seguridad en Colombia parece indicar que hay una confrontación entre la seguridad y la patología clínica, que obedece fundamentalmente al delirio persecutorio. Sin embargo, no es así necesariamente.
Para algunos, la necesidad de seguridad se ha convertido casi en un delirio, y el conjunto de acciones para proveérsela casi que son de orden mágico, ilusorio, imaginario y aparentemente poco realista.
Las condiciones de existencia en Colombia han conducido a muchas personas a recurrir a una serie de actos poco convencionales para acceder a la seguridad.
Es bien sabido, por la mayoría de nosotros, que muchos familiares de personas secuestradas acuden a magos, hechiceros, brujos, esotéricos, cartománticos, astrólogos, etc., para poder obtener seguridad sobre qué le sucede a su familiar secuestrado. De esta manera, intentan compensar la inseguridad que los organismos investigativos y los mismos criminales les están ocasionando.
Salud Mental y Sociedad
La breve introducción me permite iniciar con una pregunta, en relación con la seguridad y la patología. Esta es: ¿Qué entendemos por salud mental? O mejor, ¿cómo pudiéramos definir la salud mental desde el contexto social?
Para algunos, la salud mental es la ausencia de trastornos psíquicos y un buen funcionamiento del organismo humano. Es decir, un sujeto será sano si no presenta alteraciones psicológicas u orgánicas de importancia que le ocasionen una inadecuada adaptación a su medio (Braunstein, 1979).
Esta posición de eminente etiología médica indica que, en una sociedad, aquellos individuos que presentan angustia persecutoria, alucinación de peligros, ansiedad constante, dolores físicos y sensaciones de desgracia serían los enfermos o anormales. Estadísticamente, estarían en minoría con respecto al resto de la sociedad.
Estas personas son los enfermos mentales, pero la sociedad, en los mismos términos estadísticos, sería normal. Esta perspectiva de salud mental individual hace que el enfoque de salud mental social no sea relevante y el problema se reduce de esta manera a un número muy pequeño de la población, estadísticamente no significativo.
Siempre se ha pretendido hablar de enfermedad o trastorno mental como la manifestación insana de un individuo cuyas causas van de adentro hacia afuera y están regidas fundamentalmente por leyes internas.
Pero para otros, como Jervis (1979), en lugar de hablar de trastorno mental sería más útil y preciso decir que una persona se halla en una situación social que le ocasiona unos problemas que no es capaz de resolver y que lo llevan a actuar de una manera que es reconocida por los demás como impropia.
Sin embargo, es evidente que los problemas de salud mental no son un asunto individual solamente, sino un problema de las relaciones del individuo con los demás.
También es un problema de las diversas relaciones sociales en las cuales el individuo interactúa. La salud mental es consecuencia y forma parte de las relaciones sociales; es el resultado de la satisfacción o agresión a la calidad de las condiciones de existencia de un pueblo o sociedad en particular.
Desde el punto de vista psicológico, la paranoia se caracteriza porque la persona comienza a girar alrededor de un núcleo central, que es la desconfianza.
Desconfianza y sus efectos
La falta de confianza, para Marietan, es un problema de fe, como fundamento de la creencia. Somos personas confiadas, confiamos en nuestro entorno, en que la rutina que tuvimos a lo largo de nuestra vida se va a repetir en el día de hoy y en el de mañana, y así sucesivamente.
Hay una confianza básica, ingenua, en el sistema y en el medio en que vivimos. Tenemos confianza en la gente, en nuestra comunidad, en nuestros familiares, en lo que podemos hacer. La confianza es la esencia central de las relaciones sociales, sin la cual la sociedad no podría existir y los grupos humanos se disgregarían.
Es precisamente esta confianza ingenua la que se cuestiona el paranoide. Para él, no estamos asentados en una comunidad que pueda darle tranquilidad absoluta y las personas que lo rodean pueden ser potencialmente sus enemigos, ya que no son leales o fieles.
Aquí falta, entonces, la adhesión al sistema de creencias común, a lo consensuado. Es decir, si alguien desconfía del sistema de creencias de su comunidad, como persona debe formar su propio sistema para poder darle sentido a su existencia.
La persona que sufre paranoia utiliza básicamente un tipo de razonamiento deductivo, que parte del prejuicio victimizante, que lo hace pensar que lo van a perjudicar, lo que hace que interprete las acciones de los demás como humillantes, amenazantes y hostiles; por lo tanto, siempre están a la defensiva.
La conducta paranoide implica, tratar de buscar las claves que revelan las intenciones de los demás, buscan la segunda intención, la prueba que demuestre que estaban en lo cierto; dividen a las personas entre las que están con ellos y los que están en contra; para ellos no hay términos medios. Evitan la intimidad por temor a dar información que pueda ser utilizada en su contra; por eso, están siempre alerta, en una permanente lucha por descubrir el complot y la infidelidad, donde los otros nada ven.
En una sociedad como la nuestra, donde no se ubica con claridad al enemigo, los rasgos paranoides no son una patología, sino una actitud apenas adaptativa. Nos pone en alerta para anticipar el peligro, conocer su dimensión, intentar comprenderlo y formar nuestro propio sistema de creencias.
La desconfianza ciudadana se fundamenta en hechos de violencia reales. Los sospechosos ahora son todos o puede ser cualquiera. La rutina se altera y lo que hoy sucede no permite vislumbrar con certeza el mañana.
En muchos lugares de nuestro país, sus habitantes tienen que exacerbar sus sentidos en busca del peligro. Evitan la intimidad, plantean relaciones superficiales y mantienen una actitud de vigilancia sobre los demás.
Elaboran hipótesis que conducen necesariamente a indicios de complot en su contra. Por lo tanto, se aíslan y se reprimen. Esta conducta, para los violentos, es sospechosa, pues para la mayoría la afirmación: “El que nada debe, nada teme” los vuelve culpables.
La dimensión actual del conflicto ha hecho que nuestra sociedad genere rasgos paranoides. Esto nos ha conducido a actitudes de venganza, sobrevaloración, intolerancia y autojustificación.
Sin embargo, las acciones violentas no pueden ser atribuibles a un conjunto de psicópatas o psicóticos, o a sujetos con un inadecuado control sobre sus pulsiones tanáticas, sin ningún valor instrumental.
El uso de la violencia se ha convertido en instrumento habitual y eficaz para presionar por la solución a los graves problemas que vive el país.
En Colombia, el ejercicio de los canales legítimos para protestar no es útil. Cada día, las protestas ciudadanas de diferentes índoles son de carácter violento: toma de edificios, enterramientos de personas, huelgas de hambre, bocas cocidas, motines, pedreas, privación de servicios públicos fundamentales, sabotajes, paros armados, bloqueo de carreteras, etc. Cada vez son más comunes en nuestra sociedad.
Seguridad en Colombia: La polarización del conflicto
Sin duda, las formas de expresión de las inconformidades en una sociedad inciden sobre la sensación de seguridad que, como ciudadanos, se va construyendo.
La polarización que el conflicto produce conduce a un resquebrajamiento de la seguridad y a la división o diferenciación del marco de convivencia, entre “ellos” y “nosotros”. En esta división, “ellos” son los malos y “nosotros” los buenos.
En opinión de Martín-Baró (1980), los rivales se contemplan en un espejo ético, que invierte las mismas características y las mismas valoraciones. Hasta el punto que lo que se les reproche a ellos como defecto, se alaba en nosotros como virtud.
Es tal la polarización social que los muertos de “ellos” se justifican y los muertos de “nosotros” se condenan. El imaginario social de pertenencia impulsa al individuo a tomar partido, para darle razón o sentido a la desgracia.
No tomar partido es de igual manera un riesgo, pues puede ser visto por los violentos como enemigo de cada uno de ellos. La perspectiva ética valorativa tiene el referente de lugar, es decir, del lado del cual se está o se defiende.
Los actos criminales ya no son vistos como tales, sino que son condenados o justificados, según quien o quienes los ejecutan. La defensa de la vida y la dignidad se analiza y se justifica desde el polo al cual se pertenece.
Es, sin duda, el resultado de una tendencia adaptativa, enmarcada por el miedo, la angustia y la necesidad que el hombre tiene de darle sentido y explicar lo que sucede a su alrededor. La confusión es tal que la extensión social de la polarización hace creer, en ocasiones, que la culpa es de las víctimas.
Pero lo que se desprende de esta situación es que la polarización, como la desidentificación, agrietan profundamente los cimientos de la convivencia y producen un clima de tensión y angustia emocional (Baró 1983).
La violencia y la polarización conducen necesariamente a la construcción de la mentira, para encubrir o para difundir “nuestra” verdad y denunciar la mentira del “otro”. Se entroniza tanto la mentira que, como lo señala Hacker (1973), llega a pensarse que la violencia es la única solución al problema de la misma violencia. Por eso, los discursos sobre la imposición de la fuerza, el ejercicio de las armas, el sometimiento, la no deliberación, son altamente llamativos para algunos sectores de la sociedad.
El concebir entonces la salud mental o el trastorno psíquico, desde una perspectiva que va del todo a las partes, de lo social a lo individua, (Baró, 2000). De la exterioridad colectiva, a la interioridad individual; no hay duda que los efectos nocivos o traumáticos, como el miedo o la paranoia, se pueden dar en una sociedad de elevada violencia social como la nuestra. De igual manera, el trastorno como tal puede ubicarse en todos los niveles o presentarse de manera diferencial en cada uno de estos. En algunos casos los efectos serán a nivel individual, en otros a nivel familiar, grupal, organizacional, poblacional o regional.
El impacto social del conflicto y la violencia
El conflicto o la guerra, por lo tanto, no afecta de la misma manera a los diversos sectores sociales que la componen. Los sectores más pobres, sobre todo los campesinos, son los que sufren de manera más directa la violencia, son los más afectados por los mecanismos de represión, el accionar de las tomas guerrilleras o de los grupos paramilitares y de las acciones de escuadrones de la muerte. En las clases sociales medias o altas, de igual manera, se ven afectados por la represión, el secuestro, el boleteo, el chantaje, las amenazas, las pescas milagrosas, etc., deteriorando las condiciones de vida de esas personas.
Percepciones y reacciones comunitarias frente a la inseguridad
En una encuesta realizada por la Cámara de Comercio de Bogotá (2001), el 67 % de las personas encuestadas manifestaron haber sido, ellas o un familiar, víctimas de algún delito en los últimos seis meses.
El 58 % manifestaron que sienten temor a que los atraquen. Para la mayoría de los entrevistados (80 %), la alternativa más deseable para prevenir la inseguridad es la de organizarse con los vecinos.
La posibilidad de contar con la Policía es del 33 %, y la ayuda de la seguridad privada solo es contemplada por el 10 % de los encuestados.
Este panorama desalentador implica hacer una reflexión sobre la autonomía y la libertad de los ciudadanos; la violencia como fuerza injusta, pues coarta la libertad, desvía o impide el progreso humano.
Seguridad en Colombia: La libertad afectada por la violencia
La gravedad de la violencia radica en el atropello a la libertad; la libertad entendida como la capacidad de la persona para conducir su vida, teniendo en cuenta la dimensión y la existencia del otro; es decir, la capacidad que se tiene de limitar el deseo individual, para satisfacer el principio de realidad que se encuentra en la convivencia social, fundamentada en los acuerdos, normas, consensos y costumbres, que son los que le dan sentido a las organizaciones sociales. Para Gómez, F. (1.987), el miedo que produce la violencia, actúa como subyugante de la voluntad y por consiguiente de la libertad.
El miedo brota de un modo espontáneo y natural ante lo que, fundada o infundadamente, cada cual percibe como un peligro definido y concreto para su actividad vital: el dolor o el sufrimiento, la enfermedad, la muerte, la marginación, la indiferencia o el desprecio ajenos.
También puede ser el rechazo por parte de la persona amada, la posibilidad de pasar por el mundo sin pena ni gloria, o el fracaso vital radical en no encontrar sentido a la existencia.
Es por esto que el conflicto y la violencia afectan de manera diferencial, según Martín-Baró (2000), dependiendo de la clase social a la que se pertenezca, el tipo de involucramiento en el conflicto y la temporalidad de los efectos.
En efecto, para muchos habitantes de algunas capitales del país, el conflicto no ha permeado buena parte de los sectores sociales. En departamentos como Cauca, Casanare, Putumayo, Arauca y Chocó, la violencia ha afectado todas las actividades de la vida social comunitaria.
Los efectos de la violencia sobre la población civil no son diametralmente opuestos a los ocasionados de manera individual. La experiencia de la vulnerabilidad, la indefensión, el terror y la angustia pueden marcar profundamente el psiquismo de las personas, en particular de los más frágiles como los niños.
El espectáculo de las explosiones, los arrasamientos de poblaciones y la muerte de familiares son, sin lugar a dudas, traumatizantes.
El desplazamiento en Colombia, según CODHES, se produce en un 38 % a causa de las amenazas y en un 18 % debido al miedo. En Colombia, se producen en promedio 4 desplazamientos al día, y desde el año 1985 hasta el 2000, los estimativos señalan que la población en situación de desplazamiento asciende a 2.200.000 personas.
Las operaciones de fumigación, erradicación de cultivos de uso ilícito y las operaciones militares en el marco de aplicación del Plan Colombia generaron desplazamientos masivos de la población hacia centros urbanos y hacia los países fronterizos.
Es evidente, que esto produce un agravamiento en las condiciones materiales de existencia, la persistencia de un clima de inseguridad y de terror, el tener que construir la existencia sobre la base de la violencia y la conciencia de falsedad y de temor a la propia verdad, terminan por quebrar las resistencias propias o conducir a adaptaciones de carácter anormales, despersonalizantes y deshumanizants.
En opinión de Samayoa (2000), la deshumanización que produce el conflicto, implica en la sociedad la pérdida de: a) la capacidad para pensar lúcidamente, y la tendencia hacia una actitud de relación con el otro, predominantemente defensiva con el mundo; b) empobrecimiento de la capacidad y voluntad para comunicarse con veracidad y eficacia y pleno uso de la libertad, honestidad, respeto; c) pérdida y empobrecimiento de la sensibilidad ante el sufrimiento, el dolor y el sentido solidario y por último que es lo más lamentable la pérdida de la esperanza.
En el contexto de la guerra, según el mismo autor, la búsqueda y mantenimiento de propósitos válidos supone la confluencia de lo psicológico, lo ideológico y lo político.
El problema se lo plantean las personas desde una condición básica de inseguridad y angustia, mediante un esfuerzo cognoscitivo-valorativo.
Pero tanto el conocimiento como la interpretación de la realidad se encuentran afectados por muchas limitaciones de orden ideológico, afectivo y de realidad existencial.
La confusión moral, las amenazas a la vida y la relativización de los valores más fundamentales de la existencia humana hacen que la vida se vuelva impredecible y que las acciones propias y ajenas se vean necesitadas de justificación.
La condición de precariedad psicológica a que nos conduce la violencia se ve fortalecida por el sufrimiento y la sensación de impotencia y no futuro.
En medio del conflicto, lo social pierde su nitidez, y el análisis psicosocial puede conducir a generalizaciones injustificadas, teniendo en cuenta la multiplicidad de factores intervinientes.
Para Merloo (1964), citado por Elizabeth Lira, el miedo obedece a la percepción de un peligro cierto o impreciso, actual o probable en el futuro, que proviene del mundo interior del individuo o de su mundo circundante.
El miedo es una emoción interna que indica que el significado que el sujeto le atribuye a la situación en la que se halla es de peligro, y el sujeto la percibe y comprende como una amenaza vital.
La inseguridad o el temor se generan habitualmente por el cambio en el entorno vital y social, o por la fantasía del cambio como un elemento de alteración de la vida cotidiana (Lira, 2000).
Los hechos políticos que implican cambios importantes generan un gran temor en los grupos sociales afectados. La incertidumbre juega un rol significativo en el desarrollo de conductas agresivas y violentas o apáticas y resignadas a las situaciones sociales y políticas del grupo afectado.
Una consecuencia psicosocial que genera el conflicto, es la introducción de la muerte, el secuestro o el chantaje, en el escenario de la vida nacional: La disminución de las actividades prácticas, sociales, culturales y deportivas, está vinculada al miedo, a la muerte, a la desgracia, a las pérdidas de todo tipo, lo que significa la inclusión de lo traumático, que produce inicialmente un impacto sorpresivo e inesperado de amenazas vitales, que al mismo tiempo que aparecen como previsibles, son difíciles de discriminar, evitar o enfrentar; en segundo lugar, la consecuente desorganización que se experimenta en las personas, grupos y organizaciones sociales, desorganización que induce a respuestas inicialmente caóticas o inefectivas, que incluso aumentan el carácter traumático de la experiencia.
Como lo afirma Lira (2000), en una sociedad donde se ha hecho cotidiano y previsible, donde se ha perdido la capacidad de sorpresa y donde se da una espera indefinible de lo catastrófico, se produce una negación del carácter traumático de los hechos, como si no existieran, no afectaran o no dolieran.
Una sociedad donde la barbarie es cotidiana, sobredimensiona sus pocas realizaciones exitosas, exagera la estatura de aquellos que pretenden ser sus salvadores, y la dimensión amigo-enemigo se potencializa.
Las formas adaptativas a los procesos traumáticos reflejan que, ante situaciones catastróficas y traumáticas, propias o ajenas, estas se dan a costa de un empobrecimiento generalizado de los recursos psíquicos, ya que esto permite sobrevivir.
Es la familiaridad con la muerte, el secuestro, la toma guerrillera, la masacre paramilitar, lo que construye la cronificación de lo traumático. Se manifiesta como si, al mismo tiempo que pareciera perderse los límites de la capacidad de destrucción, no hubiera límites a la capacidad para tolerarlos a nivel subjetivo.
La violencia es siempre, en sus inicios, un hecho privado en un sujeto o víctima concreta. Pero, al ocurrir simultáneamente en muchas personas, se convierte en un hecho social de victimización colectiva.
Angustia y temor: Consecuencias de la violencia
La angustia que produce el temor a sufrir consecuencias dañinas, represivas, retaliativas, o de cualquier índole que implique sufrimiento y la impotencia respecto de la situación, ocasiona una comprensión de la incapacidad para modificar la situación y, por tanto, continuar dramáticamente atrapado en la situación represiva.
Cuando los canales de expresión de la hostilidad y la agresividad, que son producto del sufrimiento, no se dan en el contexto que les corresponde, se reprimen o se desplazan a escenarios o situaciones menos peligrosas y que permiten un control de esta.
Es así como es posible ubicar expresiones de agresividad en los grupos a los que pertenece el sujeto (violencia intrafamiliar, daño social) con la subsiguiente expresión de la culpa, al darse cuenta de que está ejecutando una acción injusta.
La dimensión paranoide incluye, según Castilla del Pino (1974):
a) consciencia de inferioridad y vulnerabilidad,
b) transferencia de la culpa de esa inferioridad a otros,
c) desplazamiento de la culpa a otros.
Esto conduce a expresiones como “soy indigno, merezco morir”, “me quieren matar porque soy indigno” o “me lo merezco”.
Inhibición y conducta represiva como respuestas al trauma
De igual manera, aparece la inhibición, como mecanismo psicosocial que se expresa en comportamientos depresivos, apáticos, de resignación y pasividad. Entre las conductas ligadas al miedo, el comportamiento de la mayoría tiende a ser silencioso, inexpresivo, inhibitorio y autocensurado. En la inhibición, el sujeto aparece incapacitado para la acción en un sentido amplio, como reconocimiento de que no puede querer actuar y se intenta evitar todo aquello que genera angustia.
Las estructuras individuales y familiares se tornan crónicamente depresivas. El silencio y la negación son las formas más frecuentes de interacción, así como fuertes sentimientos de culpa. Se observa, en los sobrevivientes de hechos violentos, problemas psicosociales estrechamente ligados a la dificultad de satisfacer necesidades básicas para sobrevivir, debido a que se ha permanecido mucho tiempo sin empleo. El aislamiento de la red social, es una consecuencia de la estigmatización de la reprensión y resultado de la cesantía prolongada.
Trauma intencional y sus efectos psicológicos
El efecto traumático de la barbarie hay que entenderlo en términos de Bettelheim (1972), quien en su análisis de los campos de concentración nazi, diferenció las experiencias traumáticas producto de un accidente o de una catástrofe natural de aquellas que son intencionalmente infringidas sobre la población como parte de una estrategia política global.
Para Bettelheim, la intencionalidad es la base del hecho que conduce a la traumatización, pues se fundamenta en buscar la destrucción del sujeto y de su condición como persona.
De esta manera, la reacción postraumática es un proceso particularizado de cada sujeto, familia o grupo, que evoluciona con el tiempo. Se origina en una situación específica común a muchos otros sujetos y, sin embargo, tiene la singularidad de los recursos y de las carencias que se movilizan en cada sujeto, grupo familiar y social frente a la situación vivida.
En opinión de D. Becker (2000), esta patología implica sintomatologías angustiosas y depresivas como resultado de traumatizaciones extremas producidas por la violencia. Sumadas a las condiciones de miseria y sobreexplotación de la violencia estructural, puede convertir el daño psicológico en parte del proceso singular y específico del sujeto, la familia o el grupo social para reaccionar y adaptarse a la experiencia vivida, incorporando en la mayoría de los casos el daño y la perturbación en este proceso de adaptación.
La violencia política instaura frecuentemente un clima y una espiral de silencio que, en opinión de M. Beristain (2000), es el mecanismo social que desencadena la estigmatización y la exteriorización de una entidad o posición política. Esto produce la obligación de silenciarse, impide manifestarse públicamente y, al no oírse, se bloquea la representación real e impide su reproducción social.
La base de la reconciliación de una sociedad se construye en el compartir de su experiencia, dándole una dimensión social y rompiendo el silencio producto de la intimidación.
Hablar de la vivencia, por amarga y dolorosa que sea, es empezar a descubrir la esperanza y a reconstruir la historia desde la verdad de lo sufrido.
La tarea de los colombianos de bien consiste en luchar responsablemente por alcanzar una justicia más allá de lo legal, una justicia moral fundamentada en la verdad.
Una justicia legítima que responda a las necesidades más urgentes de la sociedad y que conduzca a la verdadera paz.
No podemos esperar que la violencia, la paranoia y la barbarie continúen.
La paz solo es posible desde la justicia que satisfaga las condiciones de existencia dignas, que están en la base del conflicto.
La destrucción del tejido social es cada día más rápido y trágico: el miedo se reducirá en la medida en que logremos una justicia, que propicie el reconocimiento de los hechos por parte de los autores y de la responsabilidad del Estado en su papel por reparar la dignidad de las víctimas y el mejoramiento de las condiciones de vida de los sobrevivientes.
Reconciliación Nacional y Justicia Transicional
Las naciones no se reconcilian como lo hacen las personas, se necesitan gestos públicos creíbles que ayuden a dignificar a las víctimas, enterrar a los muertos y repararse del pasado. En opinión de M. Beristain (2001),
«no son las víctimas quienes tienen que reconciliarse con los victimarios. Se necesitan gestos públicos de estos, una práctica oficial, y someterse a la sanción social para ello». Como lo señala Ignatieff (1999), reconciliarse significa «romper la espiral de la venganza intergeneracional, sustituir la viciosa espiral descendente de la violencia, por la virtuosa espiral ascendente del respeto mutuo«.
La seguridad, tanto individual como social, no se da por la presencia de hombres armados, con rasgos paranoides, intentando controlar y disminuir las múltiples fuentes de violencia de nuestro país, incrementando el temor y la angustia de la población.
La seguridad es un sentir y un vivir de un conglomerado social que lo ha construido como resultado de sus acciones.
Las condiciones de respeto y dignidad surgen de la satisfacción de necesidades fundamentales de existencia, donde la comunidad asume su cuota de responsabilidad y el Estado actúa en el ejercicio hegemónico de la justicia.
El ejercicio de la justicia privada, la impunidad, la ausencia del Estado y la corrupción son ingredientes indispensables en la generación de una sociedad violenta.
En esta sociedad, los derechos humanos, como conquista de la humanidad, son cada vez más precarios.
La tragedia más grande de un Estado es ver que su pueblo carece y no puede hacer suyas las conquistas humanas que, por más de dos siglos, se han promovido en la lucha por la materialización de una existencia del hombre cada vez más digna.
Trabajo en recursos humanos, empresa de vigilancia privada, la verdad es un aporte muy importante para mejorar todos en los temas de seguridad pública y privada. Gracias, feliz noche y muchos éxitos.
Buen trabajo. El conocimiento de los mecanismos generadores de la polarización (que destruyen la posibilidad de construir acuerdos, es decir, sociedad) resulta de gran utilidad no solo para asumir actitudes políticas que generen cambios sociales humanizantes, sino para actuar en la educación, desde la infancia, mediante el análisis de las actitudes opresoras de los educadores reunidos en sus equipos docentes para diseñar sus proyectos institucionales. La conversación auténtica se hace posible cuando se es consciente de que la diferencia de perspectivas, en lugar de ser un obstáculo para la convivencia, es ocasión para el enriquecimiento mutuo. El poder analizar en grupo cómo la opresión distorsiona nuestra comprensión de las cosas es un paso muy importante en la propia educación, fundamento de la función de educar.
Muy buen contenido y sobre todo realista y aplicable a nuestra época, donde el menos se siente amenazado por todo y por nada, y que ayuda a los que queremos salir de esto de alguna manera SIN TENER QUE huir siempre de todo y de nada… Lo que pude apreciar es para poder ayudar a un íntimo amigo que ya cayó en las garras de la depresión, la angustia, los delirios causados por lo mismo que se explicó con mucho tacto anteriormente… muchas gracias.
Luego del 9/11 esta es una realidad imperante en el mundo entero, no solo en países en crisis o en guerra, como el caso de Colombia, sino también en países desarrollados o del primer mundo. Y el trabajo del psicólogo en este campo de la seguridad nacional e internacional es fundamental. De ahí la importancia de prepararnos para asumir esta tarea. Gracias.
Muy interesante y escrito con gran claridad. Gracias.